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Andrés Iniesta: magia y algo más

Uno de los referentes más importantes del fútbol actual, anunció hoy su fichaje con el equipo japonés Vissel Kobe, estuvimos en Fuentealbilla, el pueblo donde nació

Andrés Iniesta. Foto: Getty Images

Andrés Iniesta. Foto: Getty Images(Thot)

Por Juan Carlos Pino Correa

En la entrada del bar restaurante Bárbara encontramos a José Antonio, “Dani” para sus amigos del pueblo. Es un hombre tranquilo, callado y afable, como si fuera apenas un simple vecino de Fuentealbilla y no el padre de Andrés Iniesta Luján, estrella incontrovertible del Barcelona F.C. y de la selección española de fútbol. Fuma un cigarrillo en un escalón a la entrada del bar y cuando lo abordamos es capaz de bromear diciendo que él no es él, pese a que sus facciones y su rostro nos dicen cómo será su hijo dentro de unos años. Luego nos cuenta que vive en Barcelona y a nuestra pregunta de dónde verá al día siguiente el último partido de liga dice que aún no lo sabe, quizás en la peña. Es mayo de 2016.

—¿Y la celebración? —pregunto yo.

—Primero hay que ganar, ¿no? —afirma él con prudencia. Y nos dice que si el Barça se corona campeón, en el pueblo lanzarán cohetes.

Van a lanzar cohetes no solo aquí en Fuentealbilla sino en muchos lugares del mundo, eso es seguro. Mañana seremos testigos de que desde unos coches en pequeña caravana los tirarán en El Toboso: junto a la Casa de Dulcinea, al frente de la iglesia y en la calle del Mesón La Noria. Y de la misma forma lo harán en otros pueblos, pequeños también o más grandes, y en ciudades de distintos países porque en los tiempos que corren el fútbol es un suceso a escala orbital.

Quizás ese sea el motivo principal por el que ahora estamos en Fuentealbilla, pues por obra y gracia de la globalización se puede saber y disfrutar cada semana de la magia de Andrés Iniesta desde la comodidad de la silla de la casa, apurando algún trago de cerveza en algún bar o mientras viajamos viendo la pantalla de un dispositivo móvil. La “aldea global” de la que habló Marshall McLuhan en los años sesenta es cada vez más una realidad irrefutable. Por mi parte, solo en una ocasión pude ver a Iniesta en el Camp Nou, en el frío invierno de 2009 cuando el Barcelona se enfrentó al Atlético de Madrid en el partido de vuelta de los octavos de final de la Copa del Rey. El hielo de las diez de la noche de aquel miércoles no fue capaz de quitarme el placer de ver al equipo de Guardiola que era liderado en el campo por Iniesta, Messi, Puyol y Dani Alves.

 

El paraíso del balompié

Hoy estoy aquí en este pueblo de la provincia de Albacete por otras razones también. Poderosas todas, independientemente de que estén distantes o cercanas en el tiempo. Puedo decir sin temor a equivocarme que estoy aquí porque me gusta viajar. Y porque me gusta escribir. Y porque Fuentealbilla está en Castilla La Mancha. Y, esencialmente, estoy aquí porque me gusta mogollón el fútbol. Y ya. El fútbol me gusta desde siempre. No habría venido a Fuentealbilla si no le hubiera dado patadas a un balón en un descampado terroso de la escuela mientras soñaba, como todos los niños, con brillar algún día en un campo que tuviera césped, gradería y público entusiasta. No habría venido a Fuentealbilla si no hubiera jugado con mis hermanos y mi padre en el prado de enfrente de la casa donde vivimos cuando éramos niños y que para entonces era el estadio más preciado aunque la única espectadora fuera mi madre. No habría venido a Fuentealbilla si en la casa de mi abuelo materno de Almaguer, en torno al televisor en blanco y negro recién estrenado, los vecinos no se hubieran reunido a ver el Mundial de Argentina mientras sintonizaban el audio en un radiotransistor, costumbre extraña pero hermosa que se ha perdido hoy. No habría venido a Fuentealbilla si no hubiera sido testigo del llanto de mi hermano menor cuando Italia eliminó a Brasil en España 82 con tres goles del “bambino” Paolo Rossi y no había nada que pudiera consolarlo. No habría venido a Fuentealbilla si no supiera que cuando alguien grita gol el mundo parece detenerse.

¿Cómo entonces, si paso cerca del pueblo donde nació un genio del fútbol, no entrar a ver las calles en que se empezó a gestar una magia que sí fue capaz de trascender? ¿Cómo no buscar a alguien que cuente alguna anécdota sobre los inicios de uno de los elegidos? No vengo de otras tierras para decirles a los vecinos de Fuentealbilla quién es Andrés Iniesta ni lo que significa para el fútbol. Si este deporte girara más en torno a figuras como él, es decir en torno a aquellos que le confieren su verdadero valor y esencia y lo elevan con su aura lúdica y cautivante a las dimensiones más insospechadas, el mundo sería distinto y muchas personas podrían repetir con orgullo una frase de Camus: “lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”. Aquel sería, sin duda, el paraíso del balompié.

No pienso, por supuesto, en todo esto cuando hablo con José Antonio Iniesta en Fuentealbilla. Es un encuentro breve que termina con su pregunta de si vamos a ir a las bodegas de su hijo. Nosotros le respondemos que sí, como efectivamente haremos en la tarde de hoy y mañana, luego de dar una vuelta por el pueblo y mirar la estatua que se ha levantado en honor al jugador y la de la réplica de la copa mundial que España ganó en Sudáfrica en una final cuyo gol del triunfo fue convertido precisamente por el volante nacido en estas tierras. Es un prócer moderno, podría murmurar un transeúnte al pasar por allí. Nacionalismo banal, podría contradecirlo en seguida algún intelectual.

 

Un vecino más

En fin, digo que no pienso en todo eso ahora porque ese chico con cara de distraído que se forjó pateando un balón en una cancha de tierra de esta comarca de La Manchuela, reivindica la belleza del fútbol, el espíritu más noble de la confrontación deportiva. Y si algún incrédulo exige un argumento más, bien podría decírsele que el dueño del dorsal número ocho blaugrana y del seis en la selección española jamás ha sido protagonista de un escándalo, como sí muchos otros de sus compañeros de profesión que se apropian sin pudor del triste rol de dioses con pies de barro. Andrés Iniesta, en cambio, es admirado sin prevenciones por su actuar dentro y fuera del campo. Incluso es culpa suya y solo suya el hecho de que sus bodegas de vino sean hoy un concurrido lugar de turismo enológico. Acaso los aficionados esperen también magia en botella. Y algo más, con un poco de suerte: encontrarlo por allí aunque no tenga apariencia de empresario.

En ese contexto será bastante comprensible y nada en vano la pregunta “¿usted es la esposa de Iniesta?”, que le hará mañana un hombre ya entrado en años a Rosa Dávila, la mujer encargada de atender en la recepción de las bodegas a un grupo de visitantes recién llegados del norte del país para recorrer los viñedos y las instalaciones, disfrutar del menú manchego previamente acordado para la comida y apurar unas copas de vino o unas cañas en el bar del abuelo del jugador. Habrá una morbosa curiosidad en aquel hombre y entonces ella se apresurará a decir que no y esbozará una sonrisa de incomodidad, como si fuera la primera vez que estuviera inmersa en una situación así.

Pero eso sucederá mañana en las Bodegas Iniesta, en la carretera a Villamalea. Aquí y ahora en Fuentealbilla tenemos tiempo aún para conversar también con Antonio Castillo Gómez, dueño del bar restaurante Bárbara. “En el pueblo todos aprecian al muchacho y siempre que juega quieren que gane, pese a que quizás haya más hinchas del Madrid que del Barcelona”, nos cuenta. El hombre está sentado plácidamente en un sillón detrás de la barra, justo al lado de la ventana desde donde se ven las mesas ubicadas en la calle, dispuestas en terraza de primavera. Insiste, eso sí, que ese cariño se lo ha ganado Andrés Iniesta a pulso. “Cuando viene por aquí es uno más. Así ha sido siempre”, afirma.

Nosotros le creemos.

Quizás el encontrarnos por casualidad hace un rato con José Antonio Iniesta y cruzar unas palabras con él nos hizo intuir que esa misma aura de afabilidad y tranquilidad la tiene también el hijo futbolista, aquel que cada semana nos regala un nuevo toque de ilusionismo o una escena de prestidigitación. Es muy probable que nada más que eso necesite el fútbol si toda su parafernalia mediática y comercial llegara un día a desplomarse y hubiera que empezar de cero.

 

 

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