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Israel: el milagro tecnológico de la Tierra Santa

En Israel, la Tierra Prometida, no esperaron a que lloviera maná del cielo. Pasaron de exportar naranjas a diseñar dispositivos electrónicos, software y nuevos medicamentos.

En el puerto de Haifa se concentra el grueso de las empresas mundiales de tecnología. Foto: Yamit Palacio.

En el puerto de Haifa se concentra el grueso de las empresas mundiales de tecnología. Foto: Yamit Palacio.(Thot)

Este joven país –acaba de cumplir 65 años– no tiene agua, recursos naturales ni tesoros materiales de culturas milenarias. El pequeño territorio en un extremo del Mediterráneo, que se levantó en un vecindario lleno de enemigos, con un terreno árido en el que solo podían cultivar olivos y naranjos, es hoy ejemplo para muchas naciones en vías de desarrollo.

Dicen ellos, llenos de orgullo, que solo tenían aquello que les cabía entre las orejas: inteligencia.

Israel es una mezcla de gentes venidas de todo el mundo en oleadas: tras el holocausto, después de la creación del Estado de Israel, en 1948, y en las distintas migraciones atraídas por beneficios ofrecidos por el Gobierno. Hoy, Israel sigue en construcción. Allí conviven árabes, judíos, drusos, laicos. Israelíes exsoviéticos, gringos, europeos y suramericanos suman esfuerzos para sacar adelante su proyecto de nación. Sabemos de ellos solo por sus temas religiosos y por la guerra. Adentro, sin embargo, hay una revolución silenciosa.

La guerra no ha sido solo un dolor de cabeza. De sus necesidades de defensa han logrado grandes avances en óptica, robótica, balística, aeronáutica, ingeniería de materiales y electrónica. De las dificultades con los terrenos áridos llegaron avances en la agricultura, campos de riego, genética vegetal, fertilización, riego por goteo, piscicultura. En los últimos años también han tenido descubrimientos y patentes en biomédica, medicina, genética y reproducción.

El resultado es que hoy el 40 por ciento de lo que exporta el país tiene una alta dosis de tecnología de punta. Se dice que el sector podría generar al menos unos 200.000 empleos, en un país de 8 millones de habitantes. Una porción creciente y bien pagada de la población económicamente activa.

En la última década muchas de las empresas más conocidas del mundo en tecnología (Apple, Wacom, Cisco, HP, IBM, Intel, Google, etc.) anclaron en Israel –casi siempre en el puerto de Haifa– para ubicar allí plantas de producción y/o laboratorios de investigación y desarrollo. Llegaron atraídas por el talento humano que el país ha formado en cinco destacadas universidades donde las ciencias básicas son fundamentales, al punto de que solo en una ciudad hay tres premios Nobel de física y química. Sus instituciones de educación superior están escalafonadas muy cerca de las europeas y estadounidenses, y sus grupos de investigación logran decenas de patentes cada año por sus inventos y descubrimientos. Solo la Universidad Hebrea de Jerusalén invierte en investigación y desarrollo unos 150 millones de dólares al año, suma equivalente a la inversión del Estado colombiano para ese rubro durante el mismo período.

Desde que comenzó este siglo miles de ideas de negocio fueron incubadas por entidades privadas, financiadas por fondos de capital de riesgo y, en muchos casos, vendidas por decenas de millones de dólares a multinacionales informáticas, laboratorios farmacéuticos, magnates o desarrolladores de software.

¿Quiénes fueron los emprendedores-innovadores que convirtieron una idea en una empresa exitosa? La mayoría, jóvenes que después de prestar servicio militar –obligatorio– y de hacer carrera profesional empezaron a pensar como empresarios y no como empleados. Esta mezcla de gente joven, bien educada y creativa, incubadoras efectivas, universidades que investigan, Estado que apoya e inversionistas que arriesgan es lo que ha convertido a Israel en la Start-Up Nation. Así la denominaron en un best seller de Senior y Singer, dos estadounidenses que bautizaron este momento estelar de la historia económica israelí. Después de leerlo, muchos fueron a Israel a conocer qué estaban haciendo bien.

Se les llama start-ups a las empresas innovadoras y prometedoras que ya son “grandecitas” para volar solas o para ser ofrecidas a grandes inversionistas para su venta parcial o total.

Hay decenas de casos de jóvenes de 30 años o menos que han logrado incubar sus ideas y verlas crecer para luego hacerse millonarios. No es dinero fácil. Es un ecosistema de innovación en el que las buenas ideas se convierten en negocios rentables. Un 70 u 80 por ciento de las start-ups no sobreviven en los primeros 5 años. Uno de cada siete intentos de crear nuevas medicinas fracasa. Se parte del supuesto de que se necesitan miles de ideas pequeñas antes de dar con la gallina de los huevos de oro.

Innovación, la clave

Hay analistas muy críticos que dicen que la innovación no ha surgido gracias al Estado sino a pesar del Estado. Su papel no ha sido el más activo, pero sin su aporte a las incubadoras y a las universidades muchas ideas no habrían visto la luz. Es la innovación la que ha dado origen a patentes sobre dispositivos de almacenamiento como las USB para la electrónica; los tomates cherry para la agroindustria; los misiles que interceptan y destruyen a otros en el aire; y las cápsulas inalámbricas para recorrer el sistema gastrointestinal y ayudar en el diagnóstico de enfermedades.

La innovación también ha llegado a las empresas que han anticipado que algunas de sus líneas de producción quedarían obsoletas y la han convertido en su tabla de salvación. Algunas nuevas líneas de negocio se han transformado en spin-offs, que en el lenguaje de los negocios sería algo así como vástagos de la empresa madre.

Para canalizar esos esfuerzos de innovación hay unas 56 incubadoras a lo largo y ancho del país. Dan dos años de soporte, y el tercero es opcional. Proveen instalaciones, contactos, asesoría, marketing, capacitación para crear capacidades gerenciales y, finalmente, ayudan a buscarles “padrinos” a las ideas de negocio. El Estado –a través de diferentes figuras– puede poner un 20 por ciento del capital semilla y se hace socio de los jóvenes empresarios. En etapas iniciales, el Gobierno es accionista de empresas incubadas, lo que supone un apoyo, pero también un riesgo.

Incubadora/aceleradora

Después de estar incubadas y de convertirse en empresas viables y atractivas, estas compañías –cuyo valor no supera los cientos de miles de dólares– pueden pasar a una aceleradora de empresas donde buscan convertirlas en firmas que valgan millones.

En algunas aceleradoras les dan 20.000 dólares para potenciar estas empresas, pero los emprendedores no solo van por la plata, sino por las asesorías, los contactos, los mentores, charlas con otros emprendedores. Cada semana viajan en grupo a buscar potenciales inversionistas en Nueva York, Europa y Asia.

Habitualmente hay 2 ciclos de aceleración por año, es decir, en un semestre debe haber frutos. Conocí una aceleradora de Tel Aviv que funciona en el remodelado sótano de un viejo edificio donde hay decenas de cubículos para trabajar. Allí les pueden “inyectar” a los start-ups unos 20.000 dólares a cambio de quedar con el 10 por ciento de la propiedad de la empresa resultante.

Es decir, con un millón de dólares pueden dar origen hasta a 20 compañías distintas. ¿Cómo se mide el éxito de la aceleración? En la etapa anterior, de 6 empresas que tenían ‘apadrinadas’, 5 consiguieron los recursos para seguir.
Entre los países miembros de la Ocde (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico), Israel es el que tiene una inversión más grande en I+D (investigación más desarrollo) como porcentaje de su PIB: 5 por ciento. En Colombia ese porcentaje, en la más optimista medición, llega al 0,5 por ciento del PIB.

Solo una universidad, la de Tel Aviv, tiene 1.100 científicos, destina 150 millones de dólares al año para I+D, cuenta hoy con 1.800 proyectos vigentes, y en los últimos años sus esfuerzos se han traducido en 633 patentes. Tiene su propia agencia para transferencia de tecnología. Se llama Ramot y permite comercializar aquellos desarrollos tecnológicos de la universidad. Una vez se transfieren esos desarrollos, los recursos son repartidos. La fórmula incluye un 40 por ciento para el inventor, 20 por ciento para la ‘U’ y 40 por ciento para Ramot. ¿Y qué venden? Adelantos como el escáner manual para leer los códigos de barras del supermercado, fibra óptica, medicamentos, sensores, avances en el trabajo con los mapas genéticos.

Casos parecidos se repiten en la Universidad de Haifa, el Technion y la Universidad Hebrea de Jerusalén. Estas no viven solo de los aportes del Estado; sus patentes y las transferencias de tecnología a las empresas les reportan utilidades. Resuelven necesidades específicas de las compañías, transfieren conocimiento y tecnología al Estado, a otros países y a otras universidades. Buscan donantes privados y proyectos conjuntos de investigación con las grandes compañías del mundo. Prueba de ello es que el Technion –universidad ubicada en Haifa– creó un centro de innovación en alianza con la Universidad de Cornell, en EE. UU; hizo una alianza con Microsoft para desarrollar opciones de comercio electrónico (e-commerce); vendió a Cisco Systems una compañía creada en sus aulas, etc.

En cada universidad los porcentajes pueden variar, pero siempre una parte del dinero obtenido mediante ventas, servicios y patentes va al científico líder y a su grupo de investigadores. Eso genera un círculo virtuoso y los recursos fluyen para otros proyectos. Para la muestra, Technion. Ese instituto puede lograr unas 100 patentes al año y, de allí, salir unos 24 start-ups. En muchos casos, primero logran conseguir una patente parcial en EE. UU. antes de expedirla en Israel.

Todo esto lo vio en el terreno un grupo de académicos, autoridades y líderes gremiales que visitó Israel hace unas semanas. ¿Qué podrán adaptar a la realidad colombiana? Es una incógnita.

Vea el artículo publicado en el Diario El Tiempo, aquí

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