Internacional

Los “Chalecos” siguen dispersándose en todo el mundo

Manifestantes en diversos lugares han copiado el símbolo de vestimenta de las protestas en Francia para defender sus intereses nacionales.

Los manifestantes de chalecos amarillos (Gilet jaune) se enfrentan a la policía antidisturbios durante una protesta contra el aumento del precio del petróleo en los Campos Elíseos en París, Francia. Foto: Agencia Anadolu

Por Maria Paula Triviño Salazar

En noviembre de 2018, dos hombres del departamento de Sena y Marce, al norte de Francia, organizaron un evento para bloquear las vías en protesta por el incremento al precio de la gasolina en Francia y obtuvieron respuesta de 200.000 seguidores. En los videos que promovían la protesta, salió a relucir el chaleco amarillo.

Desde 2008, en el país galo una ley ordena a todos los conductores de camiones vestir esta prenda como medida de seguridad y por eso, se convirtió en un símbolo del descontento de la clase media francesa que depende de su automóvil para transitar grandes distancias desde el campo hasta los grandes centros urbanos, donde reciben sueldos que no alcanzan para asumir el alto costo de la vida.

Las protestas, que iniciaron en la Francia rural, adquirieron un tamaño nacional y en poco tiempo, se vieron como un reflejo de las marchas de Mayo del 68. Dos meses después su inicio, el movimiento de 'Chalecos Amarillos' dice no responder a ningún partido ni corriente política. En sus filas se encuentran también anarquistas, fascistas y anti migrantes.

Mientras los manifestantes piden la cabeza del presidente Emmanuel Macron, los Chalecos Amarillos no paran de crecer y la ola de inconformismo ya se tomó a varios países de Europa.

En Bélgica, el movimiento francés ha tenido su mayor simil. Bruselas también ha sido testigo de carros incinerados y enfrentamientos entre la policía y los manifestantes, quienes protestan por los altos impuestos, el precio de los alimentos, los bajos salarios y pensiones, y piden la renuncia del primer ministro belga, Charles Michel.

Más de 400 personas han sido arrestadas. Los belgas esperan elecciones generales en mayo próximo.

En España, Italia, Suecia y Serbia el movimiento también ha ganado adeptos online, y en Alemania ha habido protestas en Berlín y Múnich.

En Holanda las marchas piden una disminución en el costo de vida. Pauline Krikke, alcaldesa de La Haya, dijo que las protestas estaban siendo suspendidas debido a preocupaciones de seguridad, mientras que un grupo de activistas que se hace llamar los Chalecos Rojos realizó una manifestación antigubernamental en la Plaza Neude en la ciudad de Utrecht el pasado 13 de enero para exigirle al primer ministro, Mark Rutte, un Estado de bienestar.

Por otra parte, en Hungría los manifestantes enfurecidos han pedido desde inicios de diciembre de 2018 que se desmote la nueva reforma conocida como “ley esclavista” a través de la cual se aumentan las horas extraordinarias que los empleadores pueden exigir, pasando de 250 a 400 horas al año. El problema es que las empresas pueden demorarse hasta tres años en el pago de estas.

Allí, los sindicatos se oponen a la ley y han amenazado con una huelga general. Sin embargo, al presidente Janos Ader y al primer ministro ultra conservador, Victor Orban, poco parece importarles las manifestaciones que han reunido a más de 15.000 personas frente al Parlamento de Budapest.

El movimiento de los chalecos saltó de continente, llegando a Asia y África. En Basora, Irak, las protestas frente a edificios gubernamentales piden más trabajos para los jóvenes y servicios básicos, ya que el agua y la electricidad son esporádicos.

El país, devastado por la guerra internacional contra Daesh, necesita al menos USD 100.000 millones para su reconstrucción.

En Túnez, la corriente adquirió fuerza gracias a páginas de Facebook que invitaron a los jóvenes a protestar por la corrupción, los altos costos de vida, el desempleo y la mala gestión. Ese país del norte de África, donde hace ocho años inició la ola de manifestaciones conocida como la Primavera Árabe, tuvo en 2018 las primeras elecciones democráticas desde que en 2011 fuera derrocado el autócrata Zine al-Abidine Ben Ali, que llevaba 23 años en el poder.

La derecha también se viste

Las protestas no solo defienden ideales 'socialistas' o de izquierda. En Canadá, los de “amarillo” se tomaron ocho ciudades en diciembre para protestar por las políticas del primer ministro Justin Trudeau en materia de migración -quien recientemente firmo el Pacto Mundial de Migración de la ONU- y critican la falta de libertad de expresión en ese país.

En Reino Unido, cientos de manifestantes en contra de las políticas de austeridad y que piden elecciones generales anticipadas para reemplazar a la primera ministra Theresa May, se han confundido con los pro-brexit, quienes también han usado los chalecos amarillos para pedir la salida de su país de la Unión Europea.

Por eso, la prenda ya produce terror en los gobernantes. Temiendo un levantamiento como el de la Primavera Árabe, en Egipto las autoridades buscaron restringir la venta de chalecos amarillos para que solo sean adquiridos al por mayor. Además, el activista Mohamed Ramadan, fue puesto bajo custodia desde diciembre por cargos que incluyen la distribución y posesión de estas prendas.

Por su parte, durante una rueda de prensa en diciembre, el presidente ruso Vladimir Putin respondió a los señalamientos por el arresto del activista Lev Ponomaryov, quien en Facebook hizo un llamado a manifestaciones.

“No queremos que Moscú sea la nueva París ¿cierto?... Allá los manifestantes han levantado el asfalto de la calle y han quemado todo lo que se encuentran a su paso. Ellos están llevando al país [Francia] a un estado de emergencia” dijo el mandatario.

A finales del año pasado, el Kremlin también desmintió rumores de que Rusia estaba alentando a manifestantes franceses a través de cuentas falsas en Twitter.

Mientras en París se espera otro fin de semana de protestas, los “Chalecos” siguen dispersándose en todo el mundo, haciendo temblar a las instituciones y encontrándose con las inconformidades de una clase media que, aunque según los indicadores es cada vez más grande que la población en extrema pobreza, está presionada por las deudas y los trabajos mal pagos.